ÁGORA
- Francesc
- 14 abr 2011
- 1 Min. de lectura
Actualizado: 3 jul 2023
«Cuando salgo a la calle, me pongo el disfraz y nadie se entera de lo que me pasa» –me dice cabizbaja. Esta frase es de Diana, una mujer casada que está pasando por un calvario desde que sus cuadros ya no cuentan y sus cuentas ya no cuadran. Tiene que ser terrible no llegar a fin de mes, tiene que ser frustrante no poder vender tu obra para llenar la nevera, pero de toda la historia de Diana, lo que me causó más impacto, lo que me pareció más dramático es el doble juego. Sacar sonrisas donde sólo hay desesperación. Lucir orgullo cuando tienes ganas de morir. No sé. Por un lado, esta filigrana me causa admiración, pero, por otro, me parece una aberración.

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Cada cual sabe sus razones, sus inercias. Pero cuando escucho a personas como Diana que viven en silencio las miserias, los abusos o los desengaños me pregunto qué hemos hecho como sociedad para que sus miembros sólo puedan mostrar su perfil más amable, su versión más dócil y tengan que cargar solitos con sus engorros. ¿Comodidad? ¿Desidia? ¿Amenaza? ¿Supervivencia? Se me ocurren decenas de teorías para justificar esta conspiración contra el carácter solidario que debería caracterizar una comunidad, pero ninguna de ellas ayudará a Diana.
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