Andrés nació albino y se crió en una familia rural que veía en su pelo blanco y su corta vista la señal de una maldición. En la escuela aprendió a aprender sin mostrar su discapacidad visual. Aprobó el graduado escolar a base de saquearle horas a la noche y de explotar su generosa capacidad intelectual. A los dieciocho años, harto de esconderse del mundo, mandó sus padres al carajo y se plantó en Madrid para labrarse su propia identidad. Andrés tiene ahora cuarenta años, una hija celestial y una vida cómodamente instalada en el malestar existencial.
Me cuesta digerir su historia. Sus palabras chocan como guijarros contra mi credulidad. Sus lágrimas apalean mi conciencia. Reconozco esa congoja de crecer bajo una mano firme que sólo te acaricia cuando logras la excelencia. Sin embargo, lo de Andrés es de parricidio. Él vivió como un apestado, oculto entre los gorrinos de la casa. Señalado de por vida.
Hoy, tras más de veinte años de terapia, Andrés todavía lucha por recuperar la dignidad que sus progenitores esparcieron en el lodazal de su pocilga. «No me aguanto.» —me confiesa desfallecido.
Te escucho, Andrés. Yo si te aguanto. Te sostengo. Te admiro.
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