No lo puedo evitar. Cuando me cruzo con el empecinamiento paterno, me sublevo. Será por solidaridad con el más débil. Será por mimetismo. No lo sé. Pero sigo sin entender la obsesión que tienen algunos padres por llenar el currículum de sus hijos con títulos, notas y certificados que no tienen nada, pero nada, que ver con el carácter o la naturaleza de las víctimas. Lo siento. Esta búsqueda de la excelencia por la excelencia me parece una perrería, una puñalada al frágil equilibrio infantil. Si eso es amor, que no les quieran tanto, por favor.
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Reconozco que la tendencia a la ‘titulitis’ va remitiendo. Y que hay muchos, pero muchos, progenitores que abren puertas en lugar de cerrar opciones, que se acercan a sus hijos con mimo y que les ofrecen el hombro para apoyar sus inseguridades. Ahora bien, la obsesión por el sobresaliente, o por el máster del máster me saca de quicio. Y más cuando el niño en cuestión ni puede ni quiere llegar a ese sobresaliente. ¡Cuánto daño se camufla detrás de una frustración individual! ¡Cuánto peso se carga sobre las espaldas de un inocente!
¿Revolución? Ahí empieza la revolución. Erradicando la dependencia con el dinero. Dejando de proyectar en el otro las propias inseguridades. Enseñando a enseñar las emociones. Despertando el lado genuino del individuo.
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