Se acerca un grupo de sillas de ruedas infantiles, cada una de ellas empujada por un voluntario. Al llegar a mi altura, uno de los niños me grita: «¡Qué silla más chula!… ¿Dónde la has comprado?». El señor que lo acompaña se para y lo acerca a mi vera. Yo hago lo mismo. Mientras le respondo, tiendo la mano para acariciar la suya. Tiene los dedos diminutos, inmóviles. Así como sus manos y sus brazos. La cara, en cambio, es una juerga, un no parar. Roberto me ríe, me observa, me interroga. «¿Cómo te llamas?, ¿Dónde vives?». Le respondo con naturalidad sin dejar de recorrer el anverso de su mano con la yema de mi dedo pulgar. No es un gesto forzado, sencillamente me siento bien ahí. Al rato, se incorpora a la conversación un niño negro con serias dificultades para expresarse. Aquello es una fiesta. «¿Por qué no puedes andar?, ¿Tienes novia?, ¿Eres del Barça?».
Photo by Drici Anees on Unsplash
Ya en el paseo marítimo, entretengo mis pensamientos en Roberto y en la naturaleza de sus cuestiones. A mí también me intriga cómo ha llegado a esa silla, cómo y dónde vive, quién cuida de él y cuál es su jugador favorito. Pienso en la cantidad de personas que conocerá a lo largo de su vida y que, no sólo se callarán esas preguntas que ahora él hace de forma tan cándida, sino que, además, sentirán rechazo, pena o compasión por su persona tras descubrir la diminuta quietud de sus manos.
Comments