Estaba desayunando en el bar de siempre. La misma mesa, el mismo café con leche y el mismo bocadillo de atún. Lo único anormal era el mareo que me nublaba la vista y que impedía concentrarme en la lectura del periódico. A medida que el sopor se hacía más palpable, mi mente empezó a desconectarse de la realidad, como si estuviera sometida a los efectos de una poderosa droga. Todo lo que miraba estaba desenfocado. Todo lo que ocurría a mi alrededor era, a la vez, ficticio y veraz. Todo formaba parte de una obra de teatro cuyo argumento me era familiar. Los camareros y los clientes hacían y decían exactamente lo que supuestamente tenían que hacer y decir.
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«Ahora levantaré la mano» -pensaba. Y a continuación levantaba la mano. «Ahora entrará alguien por la puerta» y, de repente, alguien entraba por la puerta. «Ahora pensaré que me mira ese señor y no me mirará», y, al instante, ocurría exactamente lo que había predicho. Mis pensamientos, mis observaciones y mis sentimientos estaban sincronizados entre sí. Todo estaba escrito. Todo era perfecto. Hasta mi respiración participaba de este engranaje sublime; como si cada inhalación y cada exhalación hubieran estado armoniosamente programadas para aparecer en el preciso instante en que se producían.
Así estuve un buen rato. Fueron diez o quince minutos en los que me sentí parte de un Todo; conectado al Universo, al Cosmos. En ese estado, pensé también en mi muerte. Una sabiduría suprema me decía que ese tránsito también formaba parte de la Completud que estaba experimentando. Y, por primera vez, no me asusté.
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