Hace varias semanas, a raíz de las noticias que se publicaron sobre la corrupción en Catalunya, publiqué un tuit en el que instaba al partido del gobierno catalán a crear un órgano independiente constituido por profesionales de primer nivel cuya misión fuera la de auditar todas las cuentas públicas. De esta manera, pensaba entonces, se lograría un mejor control sobre los gastos y se evitarían tejemanejes entre políticos y contratistas.
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A raíz de una conversación con un proveedor del Ayuntamiento de Barcelona me he dado cuenta de que para acabar con la corrupción y el tráfico de influencias hacen falta bastantes más cosas que una auditoría independiente. Concretamente, hacen falta toneladas de ética profesional. Me decía este buen hombre que para estafar al erario público basta con que un funcionario responsable del aprovisionamiento de una escuela, un ayuntamiento o un hospital se compinche con un proveedor para que infle el importe de una factura y éste, a cambio, le dé una compensación en efectivo cuando reciba el ingreso. Es materialmente imposible que una auditoría llegue a detectar este tipo de fraude. Por muchos controles que se establezcan, por muchos dobles o triples presupuestos que se pidan para hacer más justa la licitación, siempre habrá un momento en que la ética o, mejor dicho, la ausencia de ética llevará a una persona que tiene poder de decisión a inventarse los triquiñuelas que sean precisas para manipular las reglas de juego y revertirlas en su propio beneficio.
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