Felicidad, éxito, amor, … son palabras muy abstractas que se suelen usar con demasiada asiduidad. ‘Quiero ser feliz’, ‘Este tío es un triunfador’, … son frases que, en ocasiones, se dicen con ligereza pero que pueden convertirse en una pesada losa para determinados interlocutores. La cultura del no-amor promueve este tipo de giros lingüísticos y, lo que es peor, se atreve a recomendar una serie de recetas para encontrar ese ansiado nirvana. Es más fácil eso que proponer una reflexión sincera y ad hoc sobre el verdadero contenido de esa felicidad.
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Con el tiempo, he desarrollado una aversión casi patológica al consejo, a la recomendación. Me produce urticaria decirle a alguien qué tiene que hacer o cómo debe proceder en una determinada situación. Reconozco que hay personas que necesitan ese tipo de asesoramiento, que prefieren tener a alguien que les vaya indicando el camino a seguir. Pero para eso está el consultor, el asesor, el mentor, el amigo, la familia, el cura, la pareja, el libro de auto-ayuda, los medios de comunicación y, más recientemente, Google.
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