Hay un tipo de personas que viven atiborradas de responsabilidad y preocupaciones y que ocupan su tiempo en algo que les produce el mismo grado de satisfacción que sienten cuando se cepillan los dientes al levantarse. Es decir, cero, nada. Pero, además, con una gran diferencia, porque cuando se asean la boca saben que están haciendo algo beneficioso para su salud y, en cambio, cuando cruzan la puerta de su despacho se deprimen pensando que están malográndola a base de reuniones interminables y un sinfín de tareas inútiles. Son personas que a pesar de su profunda insatisfacción y de sus constantes lamentaciones son incapaces de bajarse del tren artificial en el que andan metidos por miedo a encontrarse consigo mismos. Se reconocen fácilmente porque siempre hablan con el entrecejo arrugado y porque visten trajes almidonados salpicados de caspa y de insignias plateadas que desprenden un repelente olor a rancio.
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