Siempre tuve dudas con la palabra coaching. Desde que hice el primer curso, nunca me sentí identificado con la palabreja, pero era tan nuevo y tan fascinante lo que iba descubriendo que me dejé llevar. Recuerdo que en las primeras sesiones trataba de seguir al pie de la letra el guión que marcaba la metodología: definir bien los objetivos, finalizar las sesiones con una tarea, evitar la pregunta del ‘por qué’, no mezclar lo personal con lo profesional (en el caso de coaching ejecutivo), no dar puntos de vista, evitar hablar de mi vida con el cliente, … O sea, todo muy bien estructurado según los cánones aprendidos. A medida que fui adquiriendo más experiencia, empecé a dejarme llevar y a romper ciertos tabúes y a introducir técnicas de otras disciplinas y de mi propia cosecha. Eran pequeñas licencias que me permitía que quizás no modificaban la eficacia del proceso pero que definitivamente me hacían sentir mucho mejor con lo que hacía. Así estuve cinco años.
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Una baja por larga enfermedad me apartó momentáneamente del coaching y cuando quise volver a ponerme el traje de coach me miré al espejo de la conciencia y vi, sentí, que ese estilo no era para mí y que tenía que actualizar el vestuario. Estuve un año y medio paseando por Barcelona, pululando sin ninguna intención. En este tiempo me empaché de sol y de mar y poco a poco fui modelando los cimientos de lo que se ha acabado por constituir como Hablacadabra.
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