El primer frío invernal llena la cafetería del centro comercial de gente necesitada de calor. A mi lado, un grupo de mujeres sordomudas se ríen en silencio después de ver pasar a un tío bueno. Me hacen pensar en lo divertido que sería poder interpretar sus signos sin que ellas lo supieran. En el fondo del local, camuflada bajo una melena desordenada, una mujer de mi edad observa con curiosidad a la clientela. Cuando adivino la trayectoria de su mirada, bajo la cabeza para eludir el contacto visual. Tras pedir un té, la mujer se quita la chaqueta y saca del bolsillo una pequeña Moleskine y unas gafas. Parece que ha encontrado algo de su interés. Sí, efectivamente. Dos mesas más a su izquierda, una pareja de jóvenes chinos toman una Coca Cola mientras teclean sus respectivos teléfonos móviles. Hace rato que no se hablan ni se miran a la cara. La chica parece menor de edad, pero eso no le impide mostrar con generosidad la exuberancia de su cuerpo. La escena es sugerente. La señora escribe acelerada en el papel. Cuando vuelve a levantar la mirada, el joven chino se está haciendo una fotografía con la Blackberry sin dejar de sorber líquido a través de la pajita. A pesar de la distancia, puedo adivinar la expresión de sorpresa de la escritora, que vuelve coger el lápiz para seguir con sus anotaciones.
Al cabo de un buen rato, de manera inesperada y quizás alertada por una intuición, la mujer levanta la cabeza, se quita las gafas y, en lugar de enfocarse en la parejita oriental, dirige la mirada hacia mi mesa. La rapidez del gesto me pilla por sorpresa. Me siento cazado. Aún así, no evito el diálogo. «¿Qué? —intuyo que me dice—, ¿tú también?». Sí, yo también, le insinúo con un gesto arrepentido.
A mí también me apasiona observar lo que ocurre a mi alrededor para ponerlo a disposición de mi imaginación.
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