La palabra paradigma está de moda. En este blog, sin ir más lejos, la he utilizado cuatro o cinco veces para referirme a la propuesta que planteo a la hora de conversar genuinamente con una persona. Durante los últimos años he escuchado muchos ejemplos que me han servido para entender el significado de este término, pero el que me pareció más contundente y revelador lo encontré en la serie documental El Bulli, historia de un sueño.
‘La menestra de verduras de Ferran -dice el gastrónomo Philippe Regol en el cuarto capítulo de la serie documental- es un cambio de paradigma culinario. Ya no es considerar el producto y los ingredientes y ordenarlos; es cuestionar cada producto, traducirlo y crear otro concepto de plato, que deja de ser una menestra de verduras y se convierte en otra cosa’. Efectivamente, la Menestra de Verduras en Texturas que inventó Ferran Adrià en 1994 mientras trataba de interpretar la gargouillou de su admirado Michel Bras, rompió un paradigma establecido: para saborear un producto no era necesario verlo físicamente, sino que se podía disociar de su estructura original, sin que, por ello, quedara hipotecada su aportación gustativa. Esta reflexión, en principio tan banal, marcó el inicio de la revolución que lideró este genio creativo. Hasta ese día, una menestra de verduras era una puzzle, más o menos ordenado, más o menos cocinado de vegetales. Ahora, una menestra de verduras era una mezcolanza de sorbetes, purés, gelatinas, mousse o helados con sabor a verduras.
Raviolis líquidos, espumas de humo, polvo de foie gras, mango como pasta, sopas que son salsas. Con una representación ‘deconstruida’ de los platos, Ferran Adrià incorporaba al comensal a la receta. Por ejemplo, el arroz a la cubana dejó de emplatarse con la tradicional base de arroz hervido bañado en salsa de tomate y coronado con un huevo frito y se empezó a presentar en forma de crema (arroz), buñuelo con textura de algodón (huevo) y granizado (tomate). El plato se servía deconstruido, inacabado, pero el comensal, cuando lo ingería, y gracias a su memoria gastronómica, tenía la posibilidad de reconstruirlo de nuevo en su imaginario privado, convirtiéndose él mismo en un ingrediente más. Un ingrediente, y ahí viene la genialidad de la propuesta, que no se podía ver ni saborear, pero que tenía un papel fundamental en la elaboración del mismo. El protagonismo de la obra culinaria se desplazó al comensal, que, gracias a su interpretación única y exclusiva, conseguía que cada arroz a la cubana que se servía en El Bulli fuera un plato irrepetible.
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