Dicen que Ferran Adrià gastaba muy malas pulgas con su equipo de cocineros cuando las cosas no salían como él quería. No seré yo quien ponga en duda esta versión menos idílica del genio, pero, a la luz de los hechos públicos, la figura de este cocinero sólo merece alabanzas. Y es que, además de darle la vuelta a la tortilla de la alta cocina, hay una aportación de Adrià que va más allá del mundo gastronómico.
Consciente o inconscientemente, interesada o generosamente, Ferran Adrià tuvo la necesidad de compartir su creatividad con el resto del mundo y empezó a presentar su trabajo en congresos gastronómicos. Fue el primer chef en exponer públicamente su metodología, en explicar cuáles eran los pasos que había dado para llegar hasta ahí y, mucho más revelador y significativo, en detallar cómo los había hecho. La sferificación, la liofilización o el uso del nitrógeno para cocinar un producto eran técnicas creadas en un pequeño taller de la Costa Brava que, en cuestión de semanas, podían llegar a cualquier rincón del planeta para su utilización inmediata. Se había destruido otro paradigma. Ahora los cocineros ya no guardaban sus secretos en la trastienda del restaurante para ser famosos, ahora si querían ser famosos tenían que sacarse el delantal e ir a un certamen a presentar alguna novedad.
A mí, personalmente, y después de experimentar durante años el uso partidista, especulativo y restrictivo que se hace de la información en el mundo empresarial, en particular, y en el mundo, en general, esa labor divulgativa me parece de una generosidad admirable. Es como si Ferran hubiera asimilado que todos esos conocimientos, todas esas ideas no le pertenecían o, si acaso, no le pertenecían sólo a él. Parecía que hubiera tomado conciencia de la magnitud y de la trascendencia de su trabajo y necesitara difundirlo de forma altruista, como haría un alquimista que hubiera descubierto el elixir de la inmortalidad y le regalara al mundo su receta.
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