De todo lo que he oído y leído en relación a la crisis económica concluyo que hay dos motivos fundamentales que la explican. El primero tiene que ver con la tendencia de los agentes económicos a potenciar su crecimiento en base a la especulación (comprar y vender), en contraposición a la producción (innovar y fabricar). Es decir, hemos construido el edificio del bienestar sobre un terreno pantanoso en lugar de hacerlo sobre una roca. La segunda causa de esta debacle nace, en mi opinión, en lo más oscuro del ser humano: el afán por la ostentación, el derroche y el consumo compulsivo a costa del endeudamiento. O sea, más fango.
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Si analizamos el global de la deuda española (*), el 16% corresponde a las administraciones públicas, el 31% es responsabilidad de las empresas no financieras, el 32% es imputable a las empresas financieras y el 21% corresponde a los particulares. Es decir, aquí no se salva nadie. El virus es ya una epidemia que afecta tanto al alcalde que construyó una biblioteca sin libros, como al ministro de fomento que aprobó un trazado de ferrocarril sin pasajeros, como al presidente de la comunidad que erigió un aeropuerto sin aviones, como al gerente de un club de fútbol que fichó a un crack sin pagar impuestos, como a la familia que firmó una hipoteca cuya cuota se comía las dos terceras partes de sus ingresos. Todos y cada uno de nosotros (o, mejor, una buena parte de nuestra sociedad) le hemos dado rienda suelta a la fastuosidad, la pompa. Nos hemos alienado de nuestra autenticidad y nos hemos convertido en dianas vulnerables para incubar la infección. En mi opinión, los bancos no son los únicos culpables. En tanto que empresarios, sí tienen su cuota de responsabilidad, pero en tanto que financieros, sólo se han aprovechado de una pájara monumental, de una adicción latente. Ellos nos han dado la cerilla, pero lo que nos ha llevado a prender la llama y acercarla al arbusto ha sido nuestra obsesión por el fuego. Ahora el incendio está descontrolado y el viento (los famosos mercados) soplan con furia para saciar su hambre destructiva.
Cuando Karlos Arguiñano o Jaume Barberá o tantos otros ciudadanos culpan a los bancos de la magnitud del desastre repiten, a mi modo de ver, el mismo patrón que lo ha causado. La queja fácil. La ausencia de autocrítica. El ‘mourinhismo’. En definitiva, la desconexión de su esencia amorosa. Es cierto, los bancos (o sea, sus accionistas) han hecho el agosto. Es cierto, no hay ningún interés ni valentía en buscar responsables sobre, por ejemplo, la vergonzosa caída de Bankia, o la rocambolesca y megalómana gestión de determinadas obras públicas. Hagamos lo que esté en nuestras manos para desenmascarar a los golfos que nombra Arguiñano. Pero, ojo. Revisemos también nuestro comportamiento compulsivo. Todavía no he visto a ningún empresario o a ningún trabajador dar un paso al frente para reconocer su adicción y entonar un mea culpa. Eso es una señal inequívoca de que el virus sigue muy, pero que muy activo.
¿Una vacuna? La Revolución Individual. El Consumo Consciente. La reconexión con nuestra esencia amorosa, humilde, generosa. Desde ese lugar se me hace difícil el contagio, por más seductora que sea la propuesta exterior. Si nos aferramos al centro, al Amor seremos incapaces de caer en la tentación y prender la cerilla . Al contrario, Él se encargará de proveernos del valor necesario para negarle el voto al político inconsciente y cerrarle la puerta a la especulación. El Amor será también quien nos señalará la ubicación de la parcela más fértil del bosque donde plantaremos y cultivaremos la semilla que proveerá el alimento para nuestra subsistencia. Ya lo dijo Clarissa Pinkola, “Ser nosotros mismos nos causa ser exilados por muchos otros. Sin embargo, cumplir con lo que otros quieren nos causa exilarnos de nosotros mismos.”
(*) Con toda la cautela y duda con que, desafortunadamente, hay que utilizar los datos oficiales publicados.
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