La sala de espera de la unidad de oncología está abarrotada. Sin embargo, no hay barullo. Ni rastro de ese runrún tan habitual en semejante tipo de aglomeraciones, como si el miedo se hubiera comido las ganas de conversar. Centro mi atención en una chica joven que está sentada en una esquina, junto a una amiga. Lo que llama mi atención no es el pañuelo en la cabeza o la hinchazón de su rostro o la profundidad de sus ojeras, sino la vehemencia con que agita su cuerpo. Está alterada. Muy alterada. De pronto, su nivel de auto control salta por los aires y se pone a llorar con ganas y sin ningún tipo de vergüenza.

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Al instante, la amiga alarga una mano y le empuja con severidad el hombro hacia atrás para poder mirarla bien a los ojos. «No me hagas otro numerito, ¿eh? –le espeta sin compasión– Estoy harta de tus tonterías». La chica se lleva las manos a la cara y hunde la cabeza entre las piernas para apagar el volumen de sus gemidos. La acompañante levanta la voz y el dedo índice y vuelve a arengar a la muchacha. Ante la desobediencia, la amiga se levanta con rabia, coge a la enferma por el sobaco y la obliga a abandonar la sala.
La inverosimilitud de la escena me deja estupefacto. El resto de pacientes empiezan a murmurar. Al rato, un arrebato de indignación se apodera de mi calor corporal y, a medida que voy repitiendo la escena mentalmente, empiezo a sentir los primeros síntomas de rabia.
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