Hace cinco años que Almudena ejerce la prostitución. Su carrera de meretriz empezó una noche de farra en la que su mejor amigo la retó a acostarse con el tío más rico del lugar. ¿A que no te lo tiras? A que sí. Y fue que sí. Al día siguiente, Almudena se despertó con un fajo de billetes bajo la almohada y una posibilidad para poder reconstruir la ruinosa situación económica y emocional en la que se encontraba.

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La tragedia empezó como empiezan la mayoría de tragedias: con una historia de amor. Almudena trabajaba de directora comercial en una multinacional y se enamoró locamente de su presidente, quien la agasajó como una reina hasta convertirla en esposa y madre de sus hijos. Ya en el hogar, y desposeída de su independencia económica, Almudena tardó en descubrir los dos componentes básicos que su marido había aleado para forjar la daga que la estaba descuartizando psicológicamente: la superdotación y un patológico sentimiento de inseguridad. El punto y final de este calvario lo puso un juez ciego y machista que, no sólo le concedió la custodia de los tres hijos al padre, sino que echó a la madre de la vivienda familiar y la condenó a seguir un tratamiento psiquiátrico en un centro para enfermos mentales.
«Cada vez que salgo del hotel con el dinero en el bolso, me siento una mujer rica» —me confiesa. Cuando leí esta frase, la traduje como "cada vez que le saco pasta a un ejecutivo, es como si le devolviera una puñalada a mi ex marido". O también, como "cada vez que paso una noche fuera de mi casa, es una noche menos que dejo de atormentarme por la ausencia de mis hijos".
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