Hace algunos meses escribí sobre el riesgo que conlleva la deriva clasificatoria y homogeneizadora de los profesionales de la salud mental. Sin embargo, a raíz de una serie de conversaciones recientes, quiero matizar ese comentario. Los diagnósticos sobre un determinado tipo de enfermedad o síndrome mental no son, o no deberían ser, contraproducentes en sí mismos. Hay personas que se mueven en el límite de determinadas neurosis o psicosis que necesitan saber, sí o sí, cuáles son los síntomas que lleva asociada su disfunción. Una vez bautizado su trastorno, estas personas respiran hondo y son capaces de tomar las riendas de su carruaje vital sin titubeos ni sentimientos de culpa o auto destrucción.
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Los riesgos que, a mi modo de ver, conllevan determinados diagnósticos son, por una parte, el estigma social y el aislamiento que genera el cartel que cuelga del paciente, y, por otra, el devastador efecto de los fármacos asociados a cada uno de ellos. Es aquí, en el terreno de la medicación, donde parece que prima más el nombre de la enfermedad que el de la persona que la sufre y donde se cometen algunos experimentos o excesos de muy difícil justificación.
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