El sexo genital, físico es maravilloso. Descubrir esa zona erógena inaudita. Exprimir la boca del otro. Agitar los cuerpos hasta el orgasmo. Tocar, chupar, morder, arañar. Cuando prende la chispa entre dos amantes, el fuego, es decir, la acción invade el diálogo corporal hasta que éste alcanza el éxtasis y la extenuación.
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El sexo consciente también utiliza el movimiento como lenguaje erótico. Pero aquí, la conversación está repleta de pausas, de reposos. Oler el aroma que asoma tras un suspiro. Descender hasta lo más vulnerable del otro a través de su mirada. Encontrar placer en el preámbulo. En la intención. En el pensamiento. Sostener la caricia hasta el infinito. Hablar sin parar. Parar sin hablar. Aquí, en la quietud, emerge una nueva sexualidad inédita en la que no hay normas, ni fines, ni inicios. Una sexualidad tan vasta y virgen como una hoja en blanco. Una sexualidad carente de referencias o anclajes que convierte a los amantes en co-actores de una obra improvisada y efímera que, para ver la luz, necesita de su intuición para que ambos puedan acceder a los recovecos más sublimes que aparecen a lo largo de la puesta en escena.
Ya lo dice Artur Schnabel: “Yo no toco las notas mejor que muchos pianistas, pero las pausas entre las notas… ¡ahí es donde reside el arte!”.
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