Uno de los protagonistas del reportaje Los niños de Hitler (Children’s Hitler) se dedica a dar conferencias en las escuelas alemanas para explicar las atrocidades que su padre consintió y ejecutó como comandante de un campo de concentración. De todo su testimonio, lo que llamó mi atención fue la contundencia con que despotricaba de su padre. «No le quiero -aseguraba-, no puedo querer a un ser genocida». Al hilo de este comentario, esta semana se publicaban los resultados de una encuesta que concluía que un 3% de los españoles odiaba a su padre o a su madre y que una décima parte les tenía miedo. Clarissa Pinkola también habla de este drama cuando se refiere a las mujeres que han sufrido abusos sexuales por parte de su progenitor.
Por tanto, creo que sí que se puede no querer a los padres y que no hace falta haber experimentado tanta brutalidad para llegar a ese sentimiento. También creo que un padre o una madre no siempre sabe, quiere o puede querer a sus hijos. La película Tenemos que hablar de Kevin aborda esta problemática. Por escandalosa que parezca, la naturaleza humana tiene estas demostraciones de inhumanidad, de incoherencia. Y son precisamente estas excepciones las que nos deberían hacer reflexionar sobre la vasta, infinita extensión de expresiones que tiene nuestra especie. Sobre nuestra exclusividad y unicidad como individuos. Sobre nuestra naturaleza irrepetible e inclasificable.
Sobre la importancia de tomar conciencia de esa genuinidad.
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