Toma de conciencia, ser uno mismo, vivir en coherencia, ser auténtico, sentir al centro, conectar con nuestra esencia. Para mí, todas estas expresiones son sinónimas y forman parte del mismo proceso de descubrimiento vital. Cada día que pasa estoy más convencido que la vida es el conjunto de experiencias que nos permiten responder a la pregunta quiénes somos y qué hemos venido a hacer a este mundo. También, poco a poco, me reafirmo en la teoría que dice que la calidad de esa vida depende, en primer lugar, del grado de honestidad que aplicamos a esas respuestas y, en segundo lugar, de nuestra capacidad para trasladar esas conclusiones a nuestro día a día.
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Hace años vi un reportaje sobre los métodos de aprendizaje emocional que aplicaba en sus clases un maestro japonés de enseñanza primaria. A mitad de curso, les decía a sus alumnos que dibujaran la silueta de su cuerpo en un papel de gran tamaño y les pedía que la rellenaran con todo aquello que tuviera que ver con su personalidad, sus gustos, sus inquietudes. «Para estos niños y niñas de diez años —dice la voz en off— es una oportunidad para reflexionar sobre quién son».
En efecto, la vida no es más que la redacción de nuestro retrato interior. Desafortunadamente, nuestro sistema educativo no incluye ninguna asignatura que nos enseñe a conocernos mejor. Nuestra cultura ha delegado esa función en la familia. Son nuestros padres y nuestras madres los que, de buena fe, deciden cómo tenemos que vivir la vida. Y, claro, ahí empieza el gran problema porque si hay algo que caracteriza el ser humano es la singularidad. Cuando nos damos cuenta que las sugerencias de nuestros progenitores están hechas desde su propia manera de ver y entender el mundo y no nos sirven, no nos queda otro remedio que coger el lápiz y el papel para ir escribiendo, a través del ‘prueba-error’ o de las diferentes crisis emocionales, la sinopsis de nuestra esencia y el guión de nuestra felicidad.
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