En mi etapa de coach hablaba con muchas personas que decían estar muy interesadas en iniciar un proceso de coaching. Cuando esto ocurría, siempre utilizaba el mismo protocolo: hacía una primera sesión aclaratoria donde daba a conocer el método que utilizaba y les daba mi número de teléfono para, caso de confirmarse el interés, iniciar las sesiones. No tengo un dato fiable, pero me aventuro a afirmar que en las dos terceras partes de los casos la persona no volvía a llamar. Precios aparte, los motivos que, intuyo, influían en ese silencio tenían que ver con la oportunidad del momento, es decir, con la disponibilidad emocional de esa persona, no sólo para exponer los intríngulis de su personalidad a un extraño, sino para enfrentarse a ellos.
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Con los años, cada vez estoy más convencido que, frente a un hecho concreto (reto, conflicto, relación, …) cada uno de nosotros hace lo que puede, como puede y cuando puede. Y no sólo eso. Sino que ese ‘qué’, ese ‘cómo’ y ese ‘cuándo’ son lo mejor que nos puede pasar. Por más que sintamos que estamos hundidos en la peor de las pesadillas y que no nos movemos, por más que nos castiguemos por no acudir en busca de ayuda, por más que creamos que esa ayuda no provoca ningún cambio en nuestro día a día, mi opinión es que todo lo que nos ocurre tiene una finalidad, una razón de ser. Por más inverosímil y macabro que nos parezca. Mi teoría es que si ese reto, ese conflicto o esa relación necesitaran una acción nuestra, ya la habríamos tomado. Y si no lo hemos hecho es porque hay algo en ese silencio turbulento, en ese estar quieto e inquieto, en esa inacción que, paradójicamente, se convierte en la acción precisa para nosotros.
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