Hace varios años, cuando aún era un púber en esto del coaching, vino a mi consulta una mujer que estaba desquiciada con la vida y a un tris de darse por perdida. Su tono de voz era monótono, muy monótono y tardaba una eternidad en explicarse. Me contó que llevaba siete meses separada, después de descubrir una farsa descomunal.
A raíz de una llamada del banco, empezó a tirar de un hilo que le permitió desenmascarar diez anos de mentiras maritales. Y no me refiero a la clásica vida de amantes. No. Estoy hablando de una suplantación patológica de la identidad. Es decir, un tío que se inventó el trabajo, las deudas y hasta el historial clínico. Todo, absolutamente todo lo que le había contado a su mujer, era un embuste, una falacia. Puro papel mojado.
La mujer tardó dos anos en reunir las pruebas y acumular fuerzas para revelar la verdadera identidad del impostor. Pero justo unos días antes de acorralarlo, el tipo se esfumó como un fantasma.
Acabé la sesión ofreciéndole un par de nombres de psicoterapeutas, sabedor que esta mujer tardaría unas cuantas vidas en volver a confiar en otra persona.
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