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Foto del escritorFrancesc

PALOS DE CIEGO

En la escuela me bautizaron con el peor de los apodos: “cilgu”. Decían que granja era sinónimo de pocilga y que los cilgus eran sus habitantes. Así de macabro fue el proceso de deducción de quien se inventó semejante menosprecio. Recuerdo que no eran muchos los que se apuntaron a ese carro, pero a mí me sobraban todos. Uno de ellos era, a su vez, víctima del mismo ritual degradante que predominaba entre los compañeros de nuestra aula. Sus dejes aniñados y su tono de voz afilado y cándido facilitaron la selección del mote. «Párvulo más que párvulo» –le gritábamos con saña.


Un día de primavera, bien avanzada la etapa secundaria, jugábamos un partidillo de fútbol en un rincón del patio que llamábamos “el tubo”. Era un momento de diversión que aprovechábamos en los días de bonanza y que nos ayudaba a ocupar el tiempo que transcurría desde que acabábamos la comida hasta que empezaban las clases de la tarde. Ese mediodía, Santiago lideraba el juego y los goles del equipo contrario. Hacía varios meses que sus maneras, su timbre de voz, y, sobre todo, su cuerpo nos estaban avisando que había llegado el momento de abandonar el uso del sobrenombre tan pueril que algún desalmado le había encasquetado en la etapa infantil.


En un lace del partido, mi oponente hizo uso de su recién estrenada corpulencia para arrebatarme el balón. «Párvulo, eso es falta» –le grité desde el suelo mientras le daba un puñetazo en el muslo. Cogí la pelota con las dos manos y me incorporé airado con la intención de pedirle explicaciones. Antes de poder levantar la mirada, sentí un trompazo descomunal en la parte izquierda del rostro, como si estuviera corriendo distraido por la calle y hubiera chocado súbitamente contra una farola. El puñetazo, seco e inesperado, llevaba mucho daño y mucha rabia acumulada. Fue tan potente el impacto que perdí la nitidez en la visión. Solté el esférico y me llevé inmediatamente la mano a la cara. Me ardían las mejillas y las entrañas. Lleno de furia, giré el cuerpo para contraatacar a mi agresor.


Cuando lo vi plantado frente a mí con los puños cerrados a media altura en posición defensiva y con una sonrisa vacilona, mi sistema nervioso y mi instinto de supervivencia se aliaron para detener mis intenciones. Ahora me hervía la sangre y, aún así, fui incapaz de responder, ni corporal ni verbalmente.


Me pasé la tarde con un tremendo dolor de cabeza, ajeno a las explicaciones que nos daba la profesora de literatura. Estaba furioso y lloraba por dentro en busca de una explicación a mi parálisis. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?


A lo largo de mi vida he vivido situaciones similares a esta y en todas ellas he seguido el mismo patrón de conducta. Ante una agresión, amenaza, abuso o discusión, he elegido siempre el silencio, la evitación o la huída; un mecanismo adaptativo que, obviamente, nace en mi infancia y que ha condicionado la mayoría de decisiones que he tomado.

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