El avión llega a la una de la madrugada. Ya es sábado. El pasaje desaloja la nave con un rebote monumental abonado por un retraso de dos horas y una inexplicable ausencia de explicaciones. Vueling nos acaba de secuestrar en el aeropuerto de la capital con prepotencia y alevosía. Estoy exhausto. Llevo más de veinte horas sentado y mi mente solo piensa en aguantar el siguiente minuto. La piel de mi coxis sufre aterrorizada ante la amenaza de la llaga. Entran dos empleados de Aena para sacarme de ahí. «Su silla no está disponible, la iremos a buscar a la cinta de recogida de equipaje.» —me dice uno de ellos con acento argentino. El cansancio que acumulo retrasa la aparición del cabreo. Le digo que esa silla forma parte de mi cuerpo y que no puedo salir amputado del avión. El buen hombre me explica que los recortes han afectado los servicios de handling que operan de madrugada y que la bodega de nuestra aeronave tardará en vaciarse.
Estoy tan agotado que ni acierto a cagarme en la puta que parió al capitalismo ni, peor, me niego a abandonar el avión sin mi ‘equipaje de culo’. La tripulación se encoge de hombros y se ensancha de sonrisas y permite ese ultraje a mis derechos fundamentales. Tienen tantas ganas de llegar a sus casas que les importa un comino lo que le ocurra a mi salud. Llegamos a la cinta y esperamos. Diez minutos. Quince minutos. Respiro hacia fuera mi agotamiento. Media hora. Tres cuartos de hora. Durante el impasse, me entero por boca del porteño que el comandante hubiera podido ejercer su poder para abrir las compuertas de la nave y ordenar la entrega de mi silla. Una hora. Una hora y cuarto. La cinta se pone en marcha y aparece a lo lejos mi asiento. El taxi hace muchos euros que me espera en la parada.
Vueling, ya van dos. Creo que es hora de empezar a AVEriguar otras alternativas.
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