En la calle
«A mí lo que me tranquiliza es abrazar árbole»", le dice una amiga a la otra mientras esperan el autobús. Ambas visten de marca, lucen una piel bronceada y usan accesorios de lujo. Me hace gracia el contraste. A las 12h de mediodía apreta un calor que asusta: 21º… y estamos en febrero.
En el autobús
En la zona reservada para sillas de ruedas hay una chica con un carrito de bebé que me impide "aparcar". Le pido que, por favor, utilice otro lugar. La chica pone mala cara y, en vez de cambiar de sitio, mueve el carrito para dejarme un espacio y me sugiere que aparque al lado. Le digo que necesito sujetarme bien con ambas manos y que de la manera que ella propone no lo podré hacer. Insisto en que deje el área libre.
A todas estas, el autobús arranca de golpe y me desequilibra tanto que estoy a punto de caer. Entre la torpeza del conductor y la cabezonería de la chica, mi cabreo se dispara. Me saco la mascarilla, la miro con vehemencia y le señalo el adhesivo que explica que esa zona está reservada para nuestro uso. La tía, con dos ovarios, me dice que también están permitidos los cochecitos. El resto de pasaje la empieza a increpar. «Sí —le grito—, pero si sabes leer verás que nosotros tenemos uso pre-fe-ren-te». La presión de la gente es insostenible y la chica aparta el carro no sin antes lanzarme una mirada asesina.
Me coloco en mi sitio e intento olvidarme del altercado con la actividad que observo desde el cristal. El conductor sigue dando acelerones y frenazos sin miramientos y nos obliga a ir agarrados a las barras. Me cago en él.
En el pensamiento
¿Me estaré volviendo un viejo cascarrabias? Quizá sí. Quizá lo que ocurre es que ahora, en lugar de reprimirme, soy capaz de mostrar el cabreo en público. Y, sin duda, esta nueva versión me hace sentir mejor.
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