En la calle
Salgo del autobús y justo en ese momento la lluvia decide ensañarse conmigo. En cero coma estoy empapado. Me faltan dos calles para llegar a mi destino, pero la silla está tan resbaladiza e ingobernable que tengo dudas de conseguir mi objetivo. Llego al paso de peatones con dificultad e intento apurarme para aprovechar la luz ámbar y poder llegar al otro lado de la acera donde, ojalá, encuentre un portal o una terraza cubierta que me ampare.
La lluvia se ha atormentado, es decir, ha mutado a tormenta, viento incluido. Finalmente, no puedo cruzar porque los cabrones de conciudadanos que venían apelotonados en dirección contraria han decidido ignorarme y han ocupado mi carril. (Nota mental: la próxima vez tengo que cruzar sin miramientos aún a sabiendas que no podré frenar o cambiar de dirección y que podría estampar mis 100 kgs. de mala leche contra algún tobillo despistado).
Como soy incapaz de aguantar simultáneamente el mosqueo, el chaparrón y el tiempo necesario hasta que se ilumine la luz verde, decido ponerme en manos de mi inquietante amiga la temeridad. Por eso, miro de reojo la calzada (es decir, no miro) y decido cruzar el semáforo en rojo para refugiarme bajo el amplio balcón del edificio modernista que hay a escasos metros. El paso de peatones hace un poco de subida y ocurre lo que predijo Murphy, es decir, "si algo puede pasar, pasará". Efectivamente, la rueda del motor que me ayuda habitualmente en los trayectos urbanos, deja de funcionar por falta de tracción en el momento que más la necesito. Estoy en medio de la vía e intento salir del lío en que me he metido propulsándome con las manos. Los guantes y los aros chorrean y Murphy se carcajea a mi costa.
Miro (ahora, sí) a la derecha y respiro tranquilo al ver que no se acerca ningún coche. Quien si se acerca, y no a poca velocidad, es un ciclista que venía huyendo del aguacero y se ha encontrado con mi cuerpo serrano y tetraplégico calado hasta los huesos tratando de mover una silla más escurridiza que las excusas de un mal pagador. «La madre que te parióóóóóó», me grita el señor de la bicicleta con cara de pánico, tratando de esquivarme a golpe de manillar. He visto tan claro que me atropellaba que he cerrado los ojos, me he encogido de hombros a la espera de la colisión y me he empezado a arrepentir por haber ignorado la previsión meteorológica sin modificar ni un ápice mi agenda matinal.
Mr. Murphy se ha apiadado de mí y mi conciencia y le ha dado al ciclista la clarividencia y habilidad necesarias para encontrar una vía de escape. Antes de intentar reanudar la marcha, he levantado la mano en señal de arrepentimiento y de asunción de responsabilidad, pero creo que no ha servido de mucho. Creo, no, estoy seguro.
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