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Foto del escritorFrancesc

HISTORIAS ENRUEDADAS DEL 12/02/23

En la calle

Estoy en la Diagonal, por la parte alta. Cada vez que vengo por estos barrios me desespera el paupérrimo estado de las aceras y los accesos. El nivel de obstáculos en forma de agujeros, baches o rampas empinadas es insultante. Venir aquí es retroceder diez años en el tiempo y volver a transitar con cautela y la atención puesta en los próximos tres metros que tienes enfrente. Resulta paradójico que esto ocurra en el distrito con mayor renta per cápita de la ciudad.


En el hospital

Los botones del ascensor del vestíbulo están a 1,70m del suelo. Sin exagerar. Yo he podido llegar porque soy alto, pero estoy convencido que la mayoría de las personas que van en silla de ruedas han de pedir ayuda. En la cabina, más de lo mismo. La botonera está alta y esquinada y si entras de frente es bastante complicado pulsar el botón, en especial si has de ir a una planta elevada. Me sorprende que un centro privado tenga unas instalaciones tan anticuadas. Bueno, quizá no me sorprenda tanto.


En el autobús

Levanto el brazo para avisar al conductor que esté pendiente de detener el coche en un lugar donde la rampa se pueda extender sin ningún estorbo (algo que parece obvio, pero que no siempre se cumple). Me posiciono frente a la puerta correspondiente para realizar el ascenso con la mayor celeridad. Cuando se abre, mientras el mecanismo empieza a funcionar, observo que el espacio reservado para las sillas de ruedas está abarrotado de gente. Un par de chicas me miran de soslayo, pero ambas se hacen el longuis. La rampa se detiene, ya abierta en su totalidad, y le hago una señal a mi ayudante para iniciar la ascensión.


La gente sigue sin inmutarse. Me resulta chocante que a nadie se le haya pasado por la cabeza hacer una reflexión del estilo, "Mira, ahí enfrente hay un tío en silla de ruedas que está a punto de subir esa rampa y todo parece indicar que va a entrar al autobús. Será mejor que busque otra ubicación porque parece que estoy ocupando el único espacio donde se puede poner". No, parece que esa agilidad mental escasea entre los cerebros metropolitanos. Nadie mueve el culo y yo pongo cara de o-os-apartáis-por-las-buenas-o-os-aparto-por-las-malas. Cuando ya estoy arriba y la rampa empieza a esconderse en los bajos del vehículo, una señora sale del área reservada y se dirige a la parte trasera.


Es entonces, y solo entonces, cuando el resto se da cuenta que quizá está en el lugar equivocado y que quizá tiene que hacer algo al respecto. A todo esto, el autobús ya se ha puesto en marcha y yo sigo en mitad del pasillo a expensas de que el conductor tenga un buen día y no pegue demasiados volantazos. Por fin, tengo vía libre y puedo aparcar en mi sitio. Alzo la vista y cruzo la mirada con una mujer que se apiada de mí sin apenas mover un músculo de la cara. Le sonrío en señal de agradecimiento.


Antes de llegar a mi destino, entra una chica que no para de toser y estornudar. Me giro y no lleva la mascarilla. ¡Qué iluso fui al pensar que con la pandemia habíamos aprendido a proteger a los demás de nuestras gripes y catarros!


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