En la calle
Luce un día radiante y, como suelo hacer cuando no estoy demasiado cansado y tengo tiempo de sobra antes de encontrarme con mi asistente, estoy volviendo a mi casa con la silla. Antiguamente, esto lo solía hacer de forma manual, pero, tras veinte años de brega, hice caso a la queja de mis articulaciones y me instalé una ayuda eléctrica. En aquella época, los días que decidía no usar el autobús, tardaba tres veces más en ir de un sitio a otro. Y es que la tetraplejia, al comprometer la movilidad de mis manos y de ciertos músculos del brazo, me forzaba a triplicar los esfuerzos. A pesar de la lentitud, la fatiga y las trabas arquitectónicas, a mí me gustaba tirar de la silla ya que era el mejor modo de mantenerme en forma.
Confieso que también desarrollé una adicción a la superación de retos. Eran desafíos que no planificaba en ningún caso, sino que aparecían esporádicamente en el transcurso de mis trayectos urbanos. ¿Que me encontraba con una rampa más inclinada de lo habitual? Me lo tomaba con calma y a subir en zig zag. ¿Que estaba en la otra punta de Barcelona? Me lanzaba a la aventura sin demasiados miramientos. ¿Que me asfixiaba de calor en verano? Compraba agua fresca y reponía fuerzas al cobijo de una buena sombra. La recompensa del logro levantaba mi ánimo como nadie ni nada lo podían hacer, sobre todo, en aquellas ocasiones en que los escollos superados parecían del todo infranqueables. En esos años tomé conciencia de lo mala puta que puede llegar a ser la ciudad y desarrollé un carácter rebelde hacia las normas relacionadas con la movilidad y que mantengo con tozudez a día de hoy.
El diseño de Barcelona obliga a las personas con diversidad funcional (mal llamada discapacidad) a seguir los mismos itinerarios que cualquier peatón y eso, para una persona con tetraplegia que empuja su silla a golpe de brazo, es un verdadero calvario. Hay calles estrechas o con inclinaciones laterales exageradas. Hay rampas (si las hay) que parecen trampas, bien porque son excesivamente pronunciadas, bien porque no llegan a ras del asfalto y acaban en un escalón criminal. Hay obras que ignoran los mínimos requisitos de accesibilidad. Hay agujeros, suelos adoquinados, ramas caídas, piedras, basura de todo tipo, mierdas de perro y de algún que otro (mal llamado) humano, escupitajos, rejillas con aperturas peligrosísimas, baldosas sueltas o desiguales, charcos, mangueras, hojas secas, chicles, meados, vallas olvidadas. Hay furgonetas que hacen la descarga, vehículos municipales de limpieza, motos y patinetes mal aparcados, plataformas elevadoras para facilitar las mudanzas.
Hay gente. Mucha gente. Idiotas que caminan mirando el móvil, patinadores, ciclistas, vendedores ambulantes que exponen su mercancía a todo trapo, turistas agrupados alrededor del guía para escuchar sus explicaciones, clientes de restaurantes o tiendas que esperan su turno en una fila que atraviesa la acera, viandantes que van muy despacio o que cambian de dirección sin miramientos, chorizos ávidos de echarte mano a la mochila, despistados, enamorados, enemistados, predicadores, captadores de socios para ONG, artistas callejeros, personas sin hogar, etc.
Era tan abrumadora y tan habitual la cantidad de obstáculos que tenía que añadir a la ya de por sí colosal tarea de empujar la silla que decidí reivindicarme a través de la desobediencia vial. De esta manera, aprendí a seleccionar aquellos itinerarios que requerían el menor de mis esfuerzos posibles, independientemente de si eran ilegales o inusuales, y que incluían el carril bici y la calzada. Hoy en día, ya con motor, sigo fiel a esa filosofía. Cuando he de ir a un lugar, si hace buen clima y voy sobrado de tiempo y siempre que no esté en un lugar encaramado en una colina (Carmelo, Sarrià, El Guinardó) o en alguna población metropolitana, utilizo todos los medios que la arquitectura urbana pone a mi disposición, estén o no pensados para una silla de ruedas.
La ciudad, a pesar de las mejoras tras los JJOO de 1992 o la pandemia, sigue siendo para mí un hábitat hostil y, aunque lleve una ayuda mecánica, muchas de las amenazas que mencionaba anteriormente siguen vigentes para mí; por eso, siempre que esa sea la opción más segura y menos agotadora, no tengo ningún remordimiento en llevar mi silla por los espacios reservados para bicicletas o automóviles. Muchos de mis conciudadanos seguramente no lo entienderán y tendrán la misma reacción de sorpresa o enfado que tengo yo cuando observo ciertas conductas o actitudes. De manera natural y por el bien de mi salud física y mental, he aprendido a vivir con esa contradicción.
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