En la calle
Mientras espero que llegue el autobús, aparece un taxi que aparca justo enfrente de la parada para dejar a una pasajera. Mis ojos no creen lo que acaban de ver. Me acerco a la acera y levanto los brazos para llamar la atención del taxista e indicarle que se meva unos metros más hacia adelante, pasada la marquesina, donde no obstaculiza mi maniobra de acceso. El tipo hace caso omiso de mi sugerencia y, en lugar de adelantar el coche, lo retrasa apenas tres o cuatro de metros sin mostrar el mínimo interés o capacidad de cálculo para prever que desde esa posición no deja ninguna opción al autobús para arrimarse y bajar la rampa.
Por si fuera poca la tensión, veo a lo lejos que se aproxima el V17 y no puedo evitar cagarme en Mr. Murphy y su obstinada insistencia en demostrarme la validez de su teoría ("Si algo puede pasar, pasará"). Me vuelvo a acercar al taxi a grito pelado en un último intento de convencer a aquel cavernícola de que, por breve que sea el tiempo que tarde en desencochar, y dada la inminente llegada de mi transporte, si no se larga de ahí, me quedaré sin poder subirme en él. Como era de esperar, el taxista se desentendiende por segunda vez de mis necesidades y, sin cruzarme ni una sola mirada, sale con arrogancia de su coche para sacar la maleta y ofrecérsela a su clienta.
A todo esto, el autobús ya ha llegado y se ha parado en mitad de la calzada para recoger el pasaje. Yo, dando por perdida la posibilidad de entrar en aquel V17, sigo insultando al taxista con toda la vehemencia corporal que la tetraplegia me permite y con la ayuda de un camarero del bar de enfrente que se ha percatado de la atroz injusticia. El canalla hace oídos sordos y espera a que su clienta se aleje a una distancia prudencial para dignarse a dirigirme la palabra y argumentar que la culpa ha sido del conductor del autobús por no haberse esperado. «Eres un hijo de la gran puta», le digo repetidas veces antes de verlo arrancar como un cobarde.
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Regreso a la parada resignado y le doy vueltas a lo que acaba de pasar. La ignorancia, la ausencia de empatía, la incapacidad para asumir un error, la negación de una disculpa, etc. Estoy habituado a encontrarme estas actitudes en los conductores de autobús y no por ello he conseguido evitar que me revuelvan las entrañas. Como los del taxista, esos modales egoistas los suelo encontrar en hombres (son pocas las mujeres que me llegan a sacar de quicio) de origen nacional (los inmigrantes, en general, son muchísimo más comprensivos y atentos) con mucha vida laboral a sus espaldas (la gente más joven acostumbra a ser muy considerada y gentil) que no han sabido (o querido) adaptarse a la irrupción de las personas con diversidad funcional en la cotidianidad de la vida urbana.
Son tíos anclados en tiempos pretéritos donde no se veía ni una sola silla de ruedas por la calle. Era la Barcelona pre-olímpica, gris, adoquinada, discriminadora, sin rampas en las calles ni accesos adaptados en el transporte público. Una ciudad donde el taxista era rey y señor de la circulación viaria y campaba a sus anchas cobrando carreras abusivas y parando el coche donde le salía de los cojones. La misma ciudad donde el conductor de autobús vivía aislado en su asiento y se concentraba en manejar uno vehículo pesado y tosco mientras delegaba el cobro del billete y la relación con el pasaje al revisor. Era una época de machirulos prepotentes que se sentían superiores por llevar un uniforme o lucir una placa con las iniciales SP (servicio público) y que, a medida que la modernización tecnológica y social les obligaba a incorporar nuevos ademanes, optaban por atrincherarse en sus privilegios. A día de hoy, afortunadamente, quedan pocos ejemplares de esta especie, aunque tampoco se puede menospreciar el daño enorme que causan a la población más vulnerable.
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