En la calle
Hace un frío que hiela las ideas y, por si fuera poco, el taxista se ha olvidado de venir a buscarme. Me toca gestionar de nuevo esa sensación tan familiar de frustración, impotencia y aceptación (fuck, fuck, fucking fuck). Suerte que el tío es buena gente y ha enmendado su error apretando el acelerador para no llegar demasiado tarde a la cita médica. En estos momentos te das cuenta que si tienes una urgencia de movilidad no puedes levantar la mano y parar el primer taxi libre que pase por ahí, como hacen el resto de mortales. No, en casos así no hay más opciones que apretar los dientes y cagarte en todo. ¿Qué hace falta para que los políticos del ayuntamiento de Barcelona establezcan las condiciones que tienen Londres o Murcia (sí, Murcia) donde toda la flota de taxis (toda, todita y toda) están adaptados?
En la sala de espera
Tres recepcionistas comentan sin tapujos y en voz alta su fin de semana. Al parecer, una de ellas iba con la ilusión de llevarse un mozo al catre («Me compré un conjuntito con puntillas»), pero el tonto (o muy listo) se atragantó de gintonics y acabó la noche a cuatro gatas y besando su propio vómito. Un señor pijete que está sentado de espaldas sonríe socarrón.
En el bar
Oigo a una chica escoger el menú con la coletilla «… es que no puedo comer harinas» y sonrío cómplice. El caldo gallego estaba de escándalo. La familia –seguro que chirrían por algún lugar– lleva el negocio como un reloj suizo.
En el autobús
Un conductor frena tan brusco en cada semáforo y en cada parada que zarandea a todo el pasaje. Me siento una botella de cocacola en el camión de un repartidor de los pueblos perdidos por el Montseny. Ojalá alguien le pegue patadas así de secas en el cráneo cuando se caiga al suelo (apuesto mis ahorros que ha hecho un piscinazo) en el partidillo del viernes con el equipo de la empresa. Otro conductor me pide disculpas por necesitar tres intentos para aparcar el coche en un espacio donde pueda bajar la rampa, libre de farolas, árboles o soportes de marquesina. Sí, sí… he dicho disculpas. ¡Corre pide un deseo!
En casa
56 € de desplazamiento y 45 € por una hora de trabajo (más IVA, claro) hacen 122,21 € de tomadura de pelo. Y encima, para certificar el robo, el técnico ha de volver otro día porque no había traído la pieza que está estropeada.
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