Hace un par de días que, por diferentes motivos, me estoy acordando de una clienta que tuve durante mi etapa de coach ejecutivo. La mujer, de mediana edad, casada y con dos hijos, era la directora de un departamento formado por una decena de personas. Su jefa la había convencido para iniciar un proceso de coaching con el fin de desarrollar sus habilidades interpersonales y de comunicación, tanto con los miembros de su equipo como con el resto de colegas del comité de dirección.
Cuando intercambié las primeras palabras con, digamos, Mercè, me di cuenta que estaba ante la personificación de la timidez y que tenía ante mí un reto de proporciones colosales. Además de su estado civil, lo único que pude averiguar de ella era que había nacido en un caserío, en medio de la nada, y que había compaginado los estudios universitarios con las tareas cotidianas que requiere una granja de animales. Nada más. Por más que lo intenté, fui incapaz de romper la barrera del recato y entrar por alguna rendija en el interior de sus miedos, sus inseguridades o su desconfianza por lo desconocido. Construía frases muy cortas y, durante los silencios interminables que dominaban cada sesión, su rostro se tintaba de un rojo violáceo de matiz preocupante. Pocas veces había visto sufrir tanto a una persona en una conversación, por lo que, tras tres sesiones, no me quedó más remedio que proponerle poner fin a los malos tragos y al proceso.
Photo by Steven Kamenar on Unsplash
Mercè encarna un rasgo que, en mi opinión, domina gran parte de nuestras relaciones interpersonales: la superficialidad, la cerrazón. Me cuesta encontrar personas que, en el primer envite, o incluso en envites ulteriores, abran el cerrojo de sus sentimientos y los muestren sin encogimientos a sus interlocutores. Hay tanta desconfianza que, incluso cuando el de enfrente ha hecho un esfuerzo por mostrarnos un aperitivo de su lado genuino, nos lo pensamos tres veces antes de sacar alguna gota de nuestra esencia.
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