Tengo un amigo en paro que ha trabajado más de treinta años en el mundo de la empresa ocupando posiciones de dirección. Ahora no quiere ni oír hablar de volver a trabajar por cuenta ajena. «Hay mucha crueldad y falsedad» –dice con rencor. Hace poco, estuvimos poniendo al día nuestras vidas y, en uno de los lances, hicimos repaso a su trayectoria profesional y a los hitos que habían marcado su carrera. «El mayor descubrimiento que he hecho en todos estos años –me dijo con cierta nostalgia- ha sido darme cuenta que para ser un buen directivo no es necesario interpretar el papel de hombre duro».
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Las nuevas teorías del liderazgo incorporan la inteligencia emocional como factor determinante para mejorar el desempeño individual y de los equipos en una organización. Mostrar una emoción, no es un síntoma de debilidad como creía mi amigo, sino una señal de transparencia que aumenta la confianza en quien se atreve a compartir sus emociones. De la misma manera, un directivo que sepa leer las emociones de sus colaboradores y las gestione abiertamente, obtendrá una mayor implicación y compromiso con la tarea asignada.
Mi amigo hizo su descubrimiento pocos años antes de quedarse sin trabajo, a raíz de una serie de causalidades que le pasaron por delante. «Demasiado tarde» –confesó.
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