Hace algunos días, tomé un café con una chica que quería indagar sobre las conversaciones genuinas. Se llamaba Patricia. Nada más empezar, me confesó que, después de la muerte de su madre, hacía un par de años, le costaba mucho levantarse cada mañana. «Necesito ayuda urgente» –confesó. La noté muy desconcertada, hundida. Casi pedía perdón por el hecho de tomar la palabra. Intuí que esa pérdida no era la causa de su desorientación y su angustia vitales, sino el detonante de un proceso auto destructivo, latente desde quién sabe cuándo. A su lado, mis palabras no fluían y mi energía, tampoco. Me costaba conectar con ella. Estaba encogido, como si me hubiera contagiado su aflicción. Elegí derivarla a una gran amiga que jugó un papel fundamental en las fases más escabrosas de mi proceso de aceptación de la tetraplejia gracias a un reequilibrio que hizo con mi energía vital. Muy a pesar mío, también le sugerí a Patricia que buscara algún tratamiento ‘de choque’ más ‘tradicional’ que le ayudara a coger aire antes de sumergirse en las aguas frías del océano donde empezar a buscar su auto estima. Sí, me refería a un psiquiatra.
Photo by Md Mahdi on Unsplash
Patricia, o, mejor dicho, la experiencia con Patricia ha abierto un debate en mi interior acerca de los límites de las conversaciones genuinas. Un debate que, por otra parte, no es nuevo para mí. Cuando era coach, tenía claro que sólo haría coaching de empresa y que, por tanto, los temas personales no formaban parte de mi ámbito de intervención. Con los años comprobé que en TODOS los procesos, y, en especial, los que valoraba como más efectivos, aparecía una creencia, una experiencia o un aprendizaje del coachee que estaba influyendo en el comportamiento profesional que estaba siendo objeto del proceso, y que si queríamos modificar esa conducta asociada a ese evento había que sacarlo a la superficie y abordarlo de alguna manera. Mi creencia en aquel tiempo era que un coach no puede entrar en ese terreno, que eso es tarea de un psicólogo. Por eso, a pesar de saber y sentir que eso limitaba el alcance y la profundidad del aprendizaje del coachee, durante los primeros años de etapa como coach trataba de no abrir esa puerta tan privada. Lo que no sabía era que mi inconsciente estaba abriendo un montón de interrogantes.
¿Dónde acaba el coaching y empieza la terapia? ¿Es eso relevante para la persona que viene a la conversación? ¿Es cuestión de metodología o de la persona que la maneja? Mis respuestas desembocaban siempre en el mismo paradigma: la magia de la palabra y el AMOR permiten recibir a cualquier persona y entablar cualquier tipo de conversación. Esa sería la premisa que daría sentido a Hablacadabra. Ahora, tras hablar con Patricia, siento la necesidad de abrir una reflexión sobre esta cuestión. Y en esas estoy.
Commentaires