La noche refresca. Me ajusto la cremallera de la chaqueta sin perder de vista la parada del autobús donde hace más de diez minutos tenía que haber bajado mi pasaporte a la cama. El frío y el retraso de mi ayudante empiezan a remover las aguas de mi tranquilidad. Desfreno la silla y la aparco en un recoveco de la plaza que, además de protegerme de esta brisa engañosa, permite entretenerme con la actividad que me enseñan las ventanas más laxas con su intimidad familiar. Un movimiento lejano llama mi atención. Es una pareja que pasea sin prisa su mascota. A medida que se acercan, reconozco los rasgos tanto del animal como de uno de los integrantes del dúo. Ella, sin duda, es la mujer de hielo. Tan tiesa y misteriosa como siempre. A él no lo logro identificar. Espera, espera. Esa coronilla me suena. Ese andar de vaquero renqueante también. ¡Es un vecino de la plaza! Un tipo muy, pero que muy maduro que va de duro por la vida. Otro de los que me ha eludido el saludo sistemáticamente. Esta mujer no deja de sorprenderme. Ahora resulta que se ha liado con un señor, probablemente retirado, que viste pantalones tejanos para rejuvenecer, pero que se los abrocha a la altura de los sobacos, como en los años 50. ¿Qué hace una mujer tan joven con un anticuario como aquél? ¿Cuál es el nexo que los une? ¿Y el sexo?

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Ya en la cama, reflexiono acerca de lo que he visto. Y me doy cuenta que, a medida que pasa el tiempo, en lugar de resolver mis dudas, la mujer de hielo tiene ese peculiar poder de añadir más intriga a su persona y su personalidad.
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