No, no es una frase de principios del siglo pasado. Ni de un país remoto. Ésta es una afirmación que uno de mis conversadores escuchaba habitualmente de boca de sus congéneres durante las reuniones familiares del fin de semana. A media tarde, cuando los varones de este clan habían consumido el alcohol necesario para agriar aún más la mala leche que traían de serie, se entretenían en bombardear la autoestima de este hombre con comentarios machistas que la hacían dudar de su vocación por la cultura y el cuidado infantil.
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Ahora, este hombre está felizmente separado tanto de su mujer como, sobre todo, de la banda de descerebrados que lo trataron como un paria. También anda un poco despistado, intentando buscar un lugar en este mundo que lo acoja sin reproches ni condiciones. De momento, sus hijos empiezan a disfrutar de un padre nuevo que, además de seguir ocupándose de su bienestar y su educación, ha aprendido a compartir con ellos sus inquietudes y a mostrarles ese rostro más amable, más tierno que permaneció oculto tras el temerario telón de la vergüenza y el escarnio.
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