La hija soplaba las velas de su mayoría de edad sobre un pastel prefabricado sin que ninguno de los presentes se dignara siquiera a tararear el cumpleaños feliz. El hijo pequeño, que apenas probó bocado en toda la comida, siguió con la mirada clavada en la consola. El padre, habano en ristre, se limitaba a tocarle los cojones al camarero pidiéndole más hielo para refrescar la tercera botella de champán francés y un platillo donde posar las cenizas de su desidia. La abuela se repasaba el carmín de los labios frente a un espejo circular después de soltarle a la nieta un billete de cien. El abuelo, pobre, bastante trabajo tenía con mantener los ojos abiertos y no sucumbir a la presión del sopor.

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Y ella, la madre, con la cara escondida tras una melena estratégicamente peinada para ser utilizada como parapeto, miraba disimuladamente entre las mesas vecinas de la terraza con la esperanza de encontrar alguna excusa para distraer su aburrimiento. O tal vez no. Tal vez lo que pretendía era comprobar si alguno de los presentes se estaba dando cuenta de la desafección tan escandalosa que reinaba en su familia.
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