Laura recibió la noticia de la enfermedad de su marido en el peor de los momentos. Hacía pocos días que, tras varias dilaciones y a espaldas de su cónyuge, había tomado la decisión de separarse. Ahora, su conciencia se veía perturbada por culpa de un diagnóstico que postraba al padre de sus hijos en una silla de ruedas y que la obligaba a vigilar de cerca las necesidades de su nueva fisonomía. El debate interno se abría de nuevo. Si seguía casada, más allá del esfuerzo físico por cuidar de una persona a la que había dejado de querer hacía muchos años, se sometía a los reproches de su propia conciencia por renunciar a un futuro más feliz. Si optaba por la separación, se arriesgaba a recibir una somanta de acusaciones por parte de su esposo y de su círculo familiar, amical y profesional. En cualquiera de los dos escenarios se sentía condenada.
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Con el avance de la enfermedad, y el chantaje al que le sometía su marido, la balanza empezó a inclinarse hacia la puerta de salida. Antes de abrir el pestillo, tuvo un par de conversaciones con sus hijos para explicarles el origen de su decisión. No buscaba su aprobación, sino un poco de atención para explicarles su versión de la historia.
Han pasado tres años. Laura vive en un pequeño apartamento del mismo barrio. Hace algunas semanas que la frecuencia de sus llantos ha disminuido. También el sentimiento de culpa. Sus hijos viven a caballo de los dos pisos y le ponen al día sobre la vida de su padre. La última noticia es que ha empezado a salir con su cuidadora.
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