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VUELINGCUENCIA

Foto del escritor: FrancescFrancesc

Tras casi veinte años en silla de ruedas solo tengo palabras de agradecimiento para las miles de personas que con sus acciones, de forma permanente u ocasional, han hecho que mi día a día fuera un poco más accesible y llevadero. Hay, sin embargo, excepciones que por el impacto que me causaron quiero testimoniar. La primera vez que me sentí maltratado por mi condición de tetrapléjico fue en el hospital, mientras me recuperaba del accidente. Un enfermero cachondo con ganas de humillar a los pacientes empezó a pegarme sopapos en las nalgas simulando que me infringía un castigo por haber tenido una incontinencia. Su excusa para hacer semejante salvajada nacía en el hecho de que mi cuerpo no tenía sensibilidad en esa zona y por tanto podía zumbarme cuantos guantazos se le antojaran. Con el paso de los años he vivido situaciones menores en las que me he sentido incómodo o incomprendido por mi condición física. En la mayoría de ellas no he visto ninguna intención que me llevara a soliviantarme lo suficiente como la de aquella primera vez.


La semana pasada, sin embargo, volví a sentir ese fuego interno que produce la impotencia y la indefensión. Fue en un vuelo a Ibiza con la compañía Vueling. Subí al avión en una silla especial, acompañado de dos asistentes que se ocupan de ayudar a embarcar a las personas con diversidad funcional. Cuando llegué a la fila que me correspondía, les pedí que me sentaran en el siento del pasillo, como había hecho anteriormente en otros vuelos. Al oír esta indicación, el sobrecargo me dijo que no podía usar esa localidad, que tenía que viajar en el asiento de la ventanilla. Me quedé estupefacto. Era la primera vez que oía algo similar. “Vueling tiene una norma de seguridad que dice que las personas con movilidad reducida deben sentarse junto a la ventana”, me ordenó el jefe de la tripulación. Intenté razonar con él. Le dije que entrar en ese asiento iba a resultar muy complicado, que mi altura y mi tetraplejia complicaban enormemente esa maniobra. El tipo se mantuvo impertérrito, asido a la norma de seguridad.


Photo by Suhyeon Choi on Unsplash


A la de tres, con el cuerpo lleno de rabia, acepté que los dos asistentes hicieran la transferencia. Llegué a mi ubicación con gran dificultad, gracias, entre otros, a la ayuda de mi cuidador que echó el resto en el tramo final. Estaba encendido. Las piernas tocaban con el asiento delantero y tuve que estar todo el trayecto con el respaldo reclinado para evitar llagarme. También tuve que pedirle al viajero de enfrente que por favor no se recostara hacia atrás para evitar lastimarme la rodilla. En la maniobra de aterrizaje no levanté mi respaldo, como obliga la normativa. Y ni el sobrecargo ni ninguno de los miembros de la tripulación tuvieron las narices de obligarme a ponerlo en posición vertical. Fue mi pequeña venganza. La demostración de que las normas, cuando la situación lo requiere, se pueden saltar.


A la hora de desembarcar, la maniobra fue más vejatoria porque los asistentes del aeropuerto de Ibiza eran mucho más bajos y mucho menos experimentados que los de Barcelona. Con mi peso y mi altura, salir de aquel agujero fue una auténtica pesadilla. Mis pies chocaban con las fijaciones del suelo y mis rodillas con los asientos delanteros, impidiendo avanzar hacia la salida. Los dos empleados estaban tan fatigados que se las vieron y se las desearon para levantar mi cuerpo hacia la silla, sin dejar de golpearlo con todo lo que se ponía a su paso. Durante ese largo calvario, el sobrecargo se desentendió por completo de su responsabilidad y, por no tener, no tuvo ni la decencia ni la valentía de despedirse de mí, como le obliga su norma laboral.


P.D. En el vuelo de vuelta, el sobrecargo no sólo me autorizó a viajar en el asiento del pasillo sino que colaboró personalmente a hacer la transferencia. Dejo escrito mi agradecimiento.


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